pintura
El destino. ¿Cuando -me pregunto ahora-, llegó la poesía a mi vida? Yo
vivía “en la ciudad de los lagartos venenosos”, como gusta de llamar a mi
ciudad, Concepción del Nuevo Extremo, el poeta Gonzalo Rojas. Algo extremo debe
haber venido sucediendo allí desde hace mucho tiempo, para que el poeta de “La miseria del Hombre”, se refiera
de ese modo a una ciudad en la que no hay lagartos. Veneno si, ríos de veneno,
lagos de veneno, océanos de veneno. Colibris también, los colibris liban en mi
ciudad el dulce veneno y luego mueren bajo las buganbilias. Un colibrí muerto
bajo las bugambilias se parece, eso sí, a un lagarto venenoso. Todo el mundo
sabe que el color verde es venenoso. No digo más. Yo vivía en una casa de
ladrillos rojos, en lo alto de una
pequeña colina rodeada de árboles. En ese lugar pasé toda mi infancia y
adolescencia, por las noches contemplaba a lo lejos la luces de la ciudad que se extendían por el valle. Mi
ciudad, la ciudad de la que hablo, se levanta en la zona mas austral del mundo,
en el corazón de la araucanía, en el extremo de la Tierra. Los inviernos allí
son largos y fríos por eso que no hay lagartos. Llueve, y cuando deja de llover
vuelve a llover eternamente. Una noche yo vi desde mi casa un verso de Saint
John Perse: “Perdiéndose en los ángulos de las terrazas una reyerta de
relámpagos” Lo que se ve,se ve aunque uno sea ciego. Los relámpagos, el
instante de la iluminación, lo que hace levantar la vista al cielo. Luego la
contemplación de las estrellas fue para mí el más alto amor, nada me conmovía
tanto, nada tampoco me desplazaba fuera de mí como habitar cada noche el misterioso inalcanzable de la Cruz del Sur. Una debería de creer que
fue entonces cuando cambié de casa, pero una sabe que la otra casa, la de
huéspedes que es la de la poesía, no es casa para estar, sino casa para ser, y
yo no era lagarto venenoso sino colibrí en las bugambilias.
Así comienzan a ocurrir las cosas,
las que ocurren y las que nunca suceden pero que una vive tal como si hubieran
sucedido. Luego ocurrió el suceso del violín de mi madre, que era como un
enorme colibrí de madera. Los sábados de otoño, al atardecer, pasaban los evangelistas con sus acordeones, y
algo sobrenatural sucedía súbitamente en mi mundo: mientras el predicador hablaba
al vacío con su altavoz de latón en la mano, se abría en el cielo gris una
grieta y del lejano azul brotaba la geometría del Arco iris. Algún día alguien tendrá que poner nombre a esas cosas. Acaso la palabra inocencia y la palabra
humildad estén a gusto a su lado. Tal vez esa gente que aún hoy recorre las
calles y los caminos mojados de los que no tienen patria en este mundo, los que
le cantan a un dios que nunca han visto y predican en cada esquina de la
pobreza la redención de su derecho a no tener hambre, absortos en su mínima iluminación despreciada por los
grandes reflectores del saber, tampoco se sientan a disgusto sentados a la mesa
de la poesía.
La poesía, la poesía vivía para mí
en los suburbios, en las zonas de peligro de mi realidad, te nombraré pobreza,
te nombraré casa de madera, humo de carbón, pan sin nada. Yo ya no vivía en una casa sobre la colina, sino en una casa
sobre las nubes. Interpreto la cábala de mis días, oigo el bullicio de los
mercados, veo el color de las frutas, toco la papaya amarilla y el durazno
fragante. Ahora el agua hervida sabe a llantén y a boldo, a cedrón y bailahuen,
saben a agüita de luna los días en que una niña comienza a ser mujer.
He contemplado mi vida contemplando la vida de otros,
lo ajeno empezó a conmoverme como única realidad de lo propio. Entonces yo
todavía no suponía que era la poesía el hilo que me vinculaba con la apariencia
de lo distante. La vida otra, no la otra vida, la vida vida, la que anda por la
calle pareciéndose a nosotros, en su humildad y grandeza, en la precariedad y
en el gozo.
Yo no podría decir con Rimbaud: “Una noche senté a la
Belleza en mis rodillas.- Y la encontré amarga.- Y la injurié”. No, yo levante
una noche los ojos hacia las estrellas, y las encontré hermosas, y las alabé.
Ahora la belleza está sentada sobre mis rodillas en los libros que leo, en las
calles de tinta que atraviesan la patria de papel de Jean Nicolas Arthur el
vidente. Los libros en que una vida que no es mi vida enaltece la probabilidad
de bien de mi persona: el arte como salvación, la poesía como indulto ante la
intemperie.
Pasé una temporada en el
infierno. Rimbaud fue el primer
poeta que leí,el primero que conocí, a pesar de que el inmenso bosque de Neruda
que echaba hasta en el aire sus raíces. Pero el poeta maldito llegó antes a mi
adolescencia, entró sin llamar, obligatorio, persuasivo, seductor en la voz del
profesor en las aulas del Liceo Francés. No diré una palabra más sobre ese
hermoso canalla que me cambió con vehemencia la vida. “El dice: No amo a las
mujeres. Hay que reinventar el amor, ya se sabe”. Yo no lo sabía, así que
demasiada suerte la promiscuidad! Tras él llegó el elegante Perse, Alexis St.
Léger Léger: Saint John Perse, la
celebración del mar, la inteligencia de los vientos y los pájaros, el mundo
como texto de una patria universal, el vaticinio, la definitiva hasta hoy mano
del poeta.
Quiero recordar también al Gran Meaulnes, el enigmático personaje de la
novela de Alain Fournier, a él debo el color gris de la melancolía, el amor por
los muchachos extraños que tienen un secreto que nunca descubrirá nadie y que
los hace preciosos a mi corazón, sentados en el último pupitre de una escuela
de provincias. Ellos, los que conocen el árbol donde hace su nido el ángel de
los enigmas, los que coleccionan palabras mágicas que cambian la vida. Mi Gran Meaulnes, vestido de negro,
bajando de la colina de mi casa por la cuesta que conduce al lugar de los
sueños. Tan alto como él era
Nicanor Parra, el hermano de Violeta, que apareció también muy pronto en los
frecuentes relatos de infancia de mi padre, compañero de estudio de ambos en el
Liceo de Chillan. Nicanor y Violeta Parra fueron pronto presencias fervorosas
en la memoria familiar El vínculo con mis antepasados campesinos, la tradición
popular, el mundo rural de la leyendas, el habla mágica de los payadores, el
sencillo cosmos de las arpilleras bordadas con los estambres de la necesidad de
hacer más hermosa la realidad del mundo, de conjurar la miseria con guitarras y
pájaros de colores, abrió ante mi el universo imaginario y posible del arte.
Comencé a pintar, e intenté a parecerme a aquello que le gustaba a mi alma.
Ha pasado el tiempo, he hablado de la
cábala, de los colibris, de la dulce Violeta Parra. Tal vez haya hablado
demasiado de mí, así que ahora diré algo sobre Emily. Emily es el aliento que
siento cerca de mi cuando escribo. Emily es el el aire que respiro cuando me
asfixio. Si la poesía no se llamase poesía, la poesía se haría llamar Emily Dickinson.Fragmentos,poemas inacabados, una ruta directamente hacia ninguna
parte. ¿Acaso no sería esta una hermosa invitación? Eso es todo lo que tenía
que decir sobre Emily, dios me perdone.
Si el poeta es el que
oye, el poeta debe hablar de oídas, es decir, de lo oído, no de lo leído, sino
de lo oído en lo leído. Gonzalo Rojas lo advierte al inicio de uno de sus
libros antológicos, dedicándose “no al lector, sino al oyente”. Leer, lo que se
dice leer, todos hemos leído mucho; ahora bien, oír, lo que se dice oír...
Creo que cuando leemos a un poeta si no lo
oímos es que su voz no existe. Puede haber literatura, puede haber arquitectura
de palabras, puede, cómo no, haber en él originalidad crítica, paisaje de buena
voluntad, partituras de música, raras especies lingüísticas, inalcanzables
emociones semánticas, pero no se oye, no oímos su silencio, su secreto a voces,
su, como diría un poeta más que amigo, “su voz sin boca”.
Yo
oí, por primera vez hace diez años, al desde entonces ya eterno Rafael Pérez Estrada, él fue para mí el
encantamiento, la fe en la alegría, la generosidad de los que hacen de la
siempre aplazada utopía una realidad cotidiana. Y la poesía era entonces eso,anticipación del paraíso,el más absoluto principio de bien que puede
acompañarnos.
Oí también otra tristeza, la voz de Antonio Gamoneda
enfrentada al vacío, discutiéndole a la muerte su derecho al frío, venciendo su
temor con la palabra, descifrándola hasta hacerla inocua. Desde entonces tengo
menos miedo.
Mi vida ha transcurrido entre antepasados.
Mi padre es indisoluble de un tomo de cuentos de Chejov que me regaló a los
diecisiete. Con él puso en mis manos a una multitud anónima con la que comparto
el destino de la condición humana. Nadie vuelve a ser la misma después de leer
a Chejov, nadie soporta de igual manera el tiempo después de demorarse en
Proust.
Alexandra Domínguez