Acuarela de Juan Carlos Mestre
Hay un mito que sostiene que la poesía
chilena estaría fundada en esa paradójica dialéctica entre la hermosura y el
trauma, la belleza tantas veces terrible de una geografía que roza la
revelación de lo alto, a través del secreto y las fuerzas telúricas. Ello te
obliga a permanecer siempre en lo mismo de lo mismo, y quizás por eso a leer a
escribir lo innombrable en una intensa soledad, con un sentimiento de fuga,
pero a la vez de constante regreso a un país construido con el resto de todas
las palabras, la desobediencia de todos los lenguajes.
La poesía me devuelve a un lugar mítico,
donde vagan libremente todas las revelaciones, todos los enigmas de los grandes
poetas chilenos, que le arrancaron palabras al vacío para forjar la identidad y
conciencia de un pueblo. Al regresar poéticamente me abrazo al huidizo desierto
de Atacama, al persistente Sur, a las piedras de Chile, al pan amasado por las
pobladoras de la Cruz del Sur, sintiendo a mis espaldas la amorosa presencia de
los antepasados reales e imaginarios, personales, colectivos y literarios. Pero
lo hago como una extranjera, una viajera en tránsito, intentando poblar la
distancia que me separa del origen con las voces colectivas que me unen y son
parte de mí, después de haber recorrido otros mundos, escuchado otras voces.
Alexandra Domínguez
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